jueves, 17 de abril de 2025

NEGOCIO ECLESIASTICO


Mateo 21:12-13

'Jesús entró en el templo y echó de allí a todos los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas. «Escrito está —les dijo—: “Mi casa será llamada casa de oración”; pero vosotros la estáis convirtiendo en “cueva de ladrones”». '

 

Después de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús se dirigió al Templo, el lugar más sagrado para el pueblo judío. Al llegar, se encontró con una escena que lo indignó profundamente: el atrio del Templo, que debía ser un espacio de reverencia y oración, se había transformado en un bullicioso mercado. Comerciantes vendían animales para los sacrificios, cambistas realizaban transacciones monetarias, y todo esto ocurría con la aprobación —y para beneficio— de los sacerdotes, quienes obtenían ganancias de cada operación.

Movido por un celo santo y un profundo respeto por la casa de su Padre, Jesús se enfureció. Con autoridad, volcó las mesas de los cambistas y derribó los puestos de los vendedores de animales. El ruido de las monedas rodando por el suelo y el alboroto de las aves y los animales dispersándose llenó el patio del Templo. Luego, alzó su voz y les recordó con firmeza las Escrituras: "Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones." (Mateo 21:13).

Este acto no fue solo una muestra de indignación, sino también un gesto profético que denunciaba la corrupción religiosa de la época y reclamaba la santidad del lugar destinado al encuentro con Dios.

Con el paso de los siglos, cuando el cristianismo fue adoptado como religión oficial del Imperio, la iglesia institucional comenzó a alejarse de su propósito original. En lugar de reflejar el carácter de Cristo y ser un testimonio viviente del amor y la misericordia de Dios, se dejó seducir por el poder, la política y las riquezas. La iglesia se corrompió, vendiendo cargos eclesiásticos, acumulando tesoros terrenales y olvidando que su verdadero llamado era servir y sanar, no dominar ni lucrar.

Esa ambición egoísta, ese desvío del mensaje de Jesús, llevó incluso a la creación de sistemas religiosos que, lejos de proteger a los fieles, terminaron persiguiendo a los verdaderos cristianos, especialmente en regiones como Medio Oriente, donde precisamente nació la iglesia primitiva. Allí, muchos creyentes aún hoy son marginados, perseguidos y hasta martirizados por sostener su fe en Cristo.

A lo largo de la historia, surgieron movimientos de reforma y creyentes sinceros que, al separarse de la iglesia institucional, buscaron restaurar la esencia del evangelio. Sin embargo, incluso entre ellos, en tiempos recientes han surgido “lobos vestidos de oveja”, hombres que, usando el nombre de Dios, volvieron a hacer negocios con la fe. Predican doctrinas de prosperidad que prometen riquezas terrenales, mientras viajan en jets privados, acumulan lujos y comercian con lo sagrado, vendiendo "aguas benditas del Jordán", "rosas de Sarón" y otros objetos con promesas vacías.

Han olvidado una vez más el mensaje central de Jesús: “Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos se ha acercado” (Mateo 4:17). Dios no busca el sacrificio externo ni los rituales ostentosos, sino un corazón obediente. Él desea misericordia más que holocaustos, humildad más que títulos, y amor genuino más que grandes templos. La verdadera iglesia no es un edificio ni una institución, sino una comunidad viva de creyentes que reflejan el carácter de Cristo: su compasión, su verdad y su justicia.

Conclusión:

La historia nos muestra cómo, una y otra vez, el ser humano ha desviado el propósito divino de la iglesia en busca de poder, control y riquezas. Sin embargo, Dios sigue llamando a un remanente fiel, hombres y mujeres que no se venden ni negocian con lo sagrado, que no se dejan seducir por la fama ni los aplausos, sino que caminan en obediencia, humildad y verdad.

Hoy más que nunca, la iglesia necesita volver a su esencia: ser sal y luz, ser manos que sanan y voces que anuncian esperanza. Jesús no vino a fundar un negocio religioso, sino a reconciliar al hombre con Dios. Que cada uno de nosotros pueda examinar su corazón, abandonar toda apariencia y religiosidad vacía, y volver al primer amor, recordando que el Reino de Dios se ha acercado, y que su mensaje sigue siendo tan vigente y urgente como en los días del templo en Jerusalén: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones.”

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