Dentro del plan perfecto de Dios, Él estableció una diferencia evidente entre el día y la noche. Esta separación no solo tiene un propósito físico, sino también espiritual. Así como el día y la noche son opuestos que no se mezclan, de la misma manera debe haber una marcada diferencia entre los hijos de Dios y aquellos que aún no lo son. Esta distinción no busca crear divisiones, sino ser un faro que guíe a los que aún caminan en la oscuridad hacia la luz de Cristo.
Jesús nos llama a ser luz del mundo, una luz que brilla con claridad para que otros puedan conocer la verdad y ser transformados. Pero si nuestra luz es tenue o incierta, ¿cómo podrán aquellos que aún están en tinieblas encontrar el camino hacia el Salvador?
En la inmensidad del universo, Dios colocó las estrellas para iluminar la oscuridad y recordarnos Su grandeza y poder. Estas estrellas no titubean ni se ocultan; son firmes en su propósito. De igual manera, nuestra vida debe reflejar la luz del Señor con constancia y fidelidad. Solo cuando permitimos que Su luz brille plenamente en nosotros, podemos ser verdaderos portadores de esperanza y guías para aquellos que anhelan encontrar el camino hacia Dios.
Por lo tanto, vivamos con integridad, dejando que nuestra vida sea un reflejo claro y constante de la luz de Cristo, para que muchos más puedan salir de la oscuridad y experimentar la plenitud de la vida en Él.
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